lunes, 10 de marzo de 2008

Matrimonio - Crisis - divorcio - nuevo matrimonio...



El modelo de Dios y la tragedia del pecado



La Palabra de Dios afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro. El varón y la mujer creados a imagen y semejanza de Dios (Gn 1.27) se necesitan mutuamente para alcanzar su plenitud. El hombre, creado por amor, está llamado a amar, y es en el ámbito del matrimonio que ese amor se convierte en una entrega tan profunda y total que el varón y la mujer llegan a ser «una sola carne» (Gn 2.18–25). El amor mutuo se transforma en imagen del amor absoluto de Dios hacia el hombre. Es, pues, el matrimonio creación de Dios. Fue Dios quien vio que no era bueno que el hombre estuviera solo y Él mismo es quien invita a dejar al padre y a la madre para unirse en el vínculo más profundo y total que puede experimentar el ser humano, el cual hace de dos personas una sola.
Las Sagradas Escrituras inician con el relato de la creación del hombre y la mujer y su unión matrimonial, y concluyen en el Apocalipsis con las bodas del Cordero (Ap 19.7–9). De principio a fin las Escrituras hablan del matrimonio, su origen divino, su institución, las dificultades que atraviesa por el pecado y su figura como modelo de la unión entre Cristo y la Iglesia.
Es evidente entonces que Dios creó al matrimonio indisoluble y como ámbito de la expresión pura y comprometida del amor. Este es el modelo de Dios. Sin embargo el pecado que afecta al hombre y la creación también ensucia, lastima y distorsiona el matrimonio. El egoísmo, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos, la discordia y aun la violencia, son algunas manifestaciones de ese pecado que anidan en el corazón del hombre y dañan su relación con el otro, inclusive el matrimonio. Sus consecuencias son trágicas y no solo afectan a los esposos sino también a sus hijos y núcleo familiar.
Existe hoy la tendencia a desvalorizar el matrimonio relativizando su importancia, propiciando la unión de las parejas sin establecer vínculos estables y llevándolo a la categoría de un simple contrato social modificable al antojo de las partes. Esta actitud nada tiene que ver con el proyecto de Dios para la pareja humana y por lo tanto está plagada de dolor, frustración y desasosiego. Es más, el hecho de que hoy más de 40% de los matrimonios termine en divorcio no es un mero dato estadístico, sino una tragedia social.
Entre el ideal y la realidad: el poder del perdón y la gracia
Debemos afirmar con absoluta claridad que todo aquello que contradice, se opone o distorsiona el plan de Dios es pecado. Como ha afirmado alguien, «la separación es un aborto: interrumpe el proceso normal del desarrollo de la vida familiar». Es evidente que quien se casa, lo hace para estar más próximo del otro, tener mayor intimidad, estar juntos más tiempo y compartir un proyecto de vida, pero la separación rompe este ideal y recorre un camino inverso. Por eso el divorcio es una de las consecuencias de la caída del ser humano. No importan las causas con que pueda argumentarse su necesidad; es, en última instancia, el fracaso del amor y el triunfo de la iniquidad.
Como ocurre con todo pecado, deja marcas y sus heridas se arrastran de por vida si no somos sanados por el poder del perdón y la gracia de nuestro Dios. Dios odia el repudio (Mal 2.16), pero no odia al divorciado, aunque nunca fue la perfecta voluntad de Dios que las personas se divorciaran de sus cónyuges, como tampoco lo fue que las personas pecaran. Pero así como hay un camino para el perdón y restauración del pecador lo hay también para aquellos que al fracasar en su vida conyugal acuden arrepentidos a los pies del Dios de amor. Bien sabemos que el perdón total y absoluto de nuestros pecados no nos evita sufrir las consecuencias de lo que hemos hecho, mas aquellos que viniendo de una ruptura matrimonial encuentran perdón en Jesús, no podrán evitar las consecuencias dolorosas de la situación que han generado o padecido. Entonces, como iglesia nos corresponde anunciar el perdón y ser instrumentos de restauración conforme la infinita gracia de nuestro Señor.
La separación
Toda relación humana es compleja y hay muchos factores que confluyen para atentar contra los vínculos entre padres e hijos, hermanos, compañeros de trabajo o amigos. El carácter de las personas, sus historias de vida o la simple manera de ver la realidad son algunos de los elementos que suelen minar una relación. En el matrimonio, las consecuencias de esta complejidad se potencian, pues las dos personas han decidido compartir toda su vida y todo en la vida.
Las crisis son inevitables, pero bien encaminadas se transforman en oportunidades para crecer y lograr una relación cada vez más sólida y estable. Además, para quienes depositamos nuestra fe en Jesucristo, tenemos en él la roca sólida sobre donde edificar nuestro hogar.
Sin embargo, no todos pueden sortear ciertas crisis en la relación. Existen situaciones en las que la violencia psicológica, verbal o física que uno o ambos cónyuges practican es de tal magnitud o el hecho de continuar juntos genera tantas heridas a ellos y a sus hijos que lo más aconsejable es que ambos se separen. No hablamos aquí de un divorcio sino de una separación cuyo propósito es resguardar la integridad física o psíquica de los involucrados.
La tarea pastoral entonces, debe estar dirigida no solo a la sanidad y restauración de las personas sino también de su relación. Esto lleva tiempo y muchas veces requiere que junto a la labor pastoral participen otros profesionales, para que el problema sea abordado desde una perspectiva integral. Igualmente, es importante que la iglesia actúe como una comunidad sanadora, evitando emitir juicios apresurados o tomando partido por uno u otro de los cónyuges y colaborando con la labor pastoral de restauración. Durante la separación ninguno de los cónyuges puede iniciar una relación amorosa con otra persona. Si lo hiciere se considerará que está en adulterio (1Co 7.10–15).
El divorcio
El divorcio es la ruptura total y definitiva del vínculo matrimonial. Es una situación extrema a la que solo se llegará cuando hayan fracasado todos los intentos de recomponer la relación, y la gravedad y profundidad de la crisis nos indiquen que ya no es posible seguir adelante con el matrimonio. Cuando se han agotado las alternativas, el mantener las apariencias de una unión formal puede ser aún más destructivo que la separación.
Debemos recordar aquí la opinión de Jesús cuando expresó que la legislación sobre el divorcio en la época de Moisés (Dt 24.1–4) había sido una concesión no deseada pues lo que «Dios juntó, no lo separe el hombre» (Mt 19.6). No es el divorcio algo querido o deseado por Dios, sino solo permitido como salida dolorosa de un fracaso humano. Nadie puede buscar el divorcio aduciendo motivos banales o superficiales ni como respuesta ligera a una crisis no resuelta.
En tiempos del Antiguo Testamento, y aun en los días de Jesús, los hombres habían desarrollado la costumbre de «repudiar» a sus mujeres. La palabra hebrea que describe esta práctica es shalach y su equivalente en griego es apoluoo. Por su parte, el término hebreo para divorcio es keriythuwth (Jer 3.8) y literalmente significa escisión y su equivalente en griego es apostasion. El «repudio» era una práctica perversa que dejaba a las mujeres abandonadas, olvidadas y, en muchos casos, literalmente deambulando por las calles. Esta costumbre fue duramente condenada por el Señor a través del profeta Malaquías cuando dijo: «Así que cuídense ustedes en su propio espíritu, y no traicionen a la esposa de su juventud. Yo aborrezco el repudio (shalach) —dice el Señor, Dios de Israel (Mal 2.14–16)».
Jesús reafirmó el rechazo divino al repudio recordándoles que al no estar disuelto el vínculo matrimonial cualquiera de los dos cónyuges que se volviera a casar estaría cometiendo adulterio (Mt 19.9; Mc 10.10–12; Lc 16.18; etc.). En todos los casos Jesús prohíbe el repudio (apoluoo) y nunca prohíbe el divorcio (apostasion) por escrito de la ley mosaica. Más bien, Jesús dirigió un duro golpe al machismo que hacía de la mujer un objeto y del vínculo matrimonial algo que podía ser burlado con facilidad. Por esto, sus interlocutores reaccionaron diciendo: «si esto es así entre el esposo y la esposa, es mejor no casarse» (Mt 19.10). En nuestros días el repudio equivaldría, entre otras cosas, a la situación de aquellos que abandonan el hogar o echan a su esposo o esposa e inician una nueva relación con otra persona, o a toda actitud que toma livianamente el matrimonio terminándolo por cualquier razón.
El divorcio es una tragedia que a veces resulta en la única solución razonable. Es una situación terminal y de ruptura y como afirma un autor: «Con el divorcio termina toda esperanza de salvar el matrimonio y se declara públicamente que este ha fracasado. Si ha de haber paz con Dios, es necesario confesar el pecado relativo a este fracaso.»
Nuevo matrimonio
Quienes han atravesado la agonía de un fracaso matrimonial no tienen vedada la posibilidad de reconstruir sus vidas en un nuevo matrimonio. Por eso, es necesario tomar en consideración lo siguiente:
Que los lazos afectivos con la nueva pareja no hayan comenzado antes del divorcio. Es decir, que no se haya llegado al divorcio para quedar en una supuesta «libertad» para una nueva relación. De esta manera se estaría convalidando un adulterio.
Que la persona divorciada haya asumido delante de Dios su pecado y esté dispuesta a un proceso de restauración.
Que haya pasado un tiempo prudencial desde el divorcio para asegurarse que la etapa anterior ha sido cerrada y sanada.


No hay comentarios.:

TESTIMONIO

Ana y Manuel

Un cortometraje, que encontre en "You tube" es romántico... y tragicómico.. a la vez... bueno.. nose mucho de generos... Espero que les guste...!!!